El velocímetro marcaba 260 km/h. El magnífico Jaguar S-Type R se sentía sólido sobre el piso mientras devoraba los kilómetros con el apetito de los grandes atletas. Aún no era época de celulares con cámaras, al menos no de las buenas. Pero ya había las digitales con entonces “increíbles” 1.2 mega pixeles de resolución. Mientras sostenía el volante, volteé a los portavasos y ahí encontré la pequeña cámara. La puse sobre la columna de dirección e tomé la foto, misma que en esa época políticamente incorrecta, me atreví a publicar. En la mitad del camino entre Lisboa y Madrid, cuando me tocaba pasar el auto a mi amigo Juan, quién estaba plácidamente dormido, me detuve, lo desperté. Él tomó su café y antes de tomar el volante le mostré la foto: “¡Ostias!”, exclamó mientras abría los ojos y una sonrisa, para rematar con sarcasmo: “Eso sí es manejar con seguridad”. Ambos nos reímos, yo recliné el asiento y me dispuse a dormir, sin saber que él sería aún menos prudente en el tramo que le tocó.
Amo los autos desde que tengo memoria, pero solo tuve acceso a los mejores cuando comencé a trabajar con ellos, ya a mis 37 años de edad. El primero que probé fue un Audi A4, prestado por un distribuidor de Guadalajara que me recomendó: “Has una curva a 200 km/h y luego me dices cómo se siente”. Lo hice. Claro, no una curva de 90 grados. Y se sentía genial. Era de hecho, tan adictivo andar a esa velocidad que pasé a hacerlo con mucho más frecuencia de lo que la sensatez recomendaba.
Era una época en la que en las carreteras -al igual que ahora, pero por motivos diferentes- prácticamente no veíamos autos de la entonces llamada Policía Federal de Caminos. Cada jueves, día en que se publicaba el suplemento del diario en que trabajaba, íbamos a la ciudad de México, mi colega en turno y yo, a dejar un auto y traer otro.
Chrysler, BMW, Mercedes y mucha lluvia
El primero que traje fue un Chrysler Cirrus convertible, que aún recuerdo lo bien que se manejaba. Pero es más fresca en mi memoria el día que vinimos en un BMW 540 Sport, con un V8, caja manual y 286 HP, que para entonces era considerado un exceso. Ese Serie 5, como todos los BM en esa época, necesitaba limitar electrónicamente su velocidad a 250 km/h, porque su motor empujaba mucho más que eso.
Al llegar en casa al final de la y contar, emocionado, a mi esposa, cómo veníamos manejando, me dijo, asustada: “Te vas a matar”. Le dije que sí así fuera, que estuviera ella segura que yo hubiera muerto feliz.
Por supuesto que era un error - y grave- hacerlo, porque no era solo poner en riesgo mi vida, también la de terceros. No pensé en eso en esa época. El que manejaba esos autos era otro yo, era un niño que había soñado con esos coches toda su vida y que ahora, casi como por magia, tenía acceso a ellos.
La caseta de salida de Guadalajara hacia la autopista que llevaba al DF (así se decía) era más cerca que hoy. Y de esa caseta a la salida a Morelia eran 216 kilómetros de distancia. Saliendo de Guadalajara a las 5 am, casi sin tráfico, nos gustaba medir el tiempo que nos tomaba recorrer esa distancia. El récord que logramos fue 1:13 minutos, un promedio superior a los 200 km/h. Ese tiempo lo logramos tres veces, una en un 740, otra en un S500 y la última en un SLK 320. Me tomó, tal vez, tres o cuatro años en darme cuenta de lo absurdamente irresponsable que estaba siendo.
Aún manejo rápido, aunque ni remotamente como antes. Sacié mi sed. Y también aprendí a disfrutar el camino, la música y el paisaje conduciendo a velocidades prudentes.
Cuando me desperté al lado de Juan, ya estábamos a unos 100 kilómetros de Madrid. Llovía mucho y me tardé en entender porqué los limpiadores del parabrisas subían rápidamente, pero bajaban con trabajo y extremada lentitud. Entonces miré el velocímetro: 220 km/h. Le pregunté qué era más seguro, tomar una foto a 260 km/h con piso seco o manejar en lluvia a 220. Ambos nos reímos, declaramos empate y, por fortuna nuestra y de los demás con quienes cruzamos, llegamos sin incidentes.