Dicen que los ojos son el espejo del alma. Puede ser, pero para mí, ese reflejo del interior de las personas se percibe más en la boca. Es ahí a donde van mis ojos cuando hablo con alguien, para desconcierto de la mayoría, lo sé. Por eso, para mí, las parrillas de los autos son más importantes que los faros. Su forma muestra si están sonriendo, riendo, enojadas, decepcionadas, deprimidas o con cara de desprecio. Y no me refiero solo a los autos.
A los muy jóvenes tal vez no les haya pasado aún, pero después de cierta edad, hay momentos en los que uno se mira en el espejo y no se reconoce. Nuestro rostro ahora muestra cosas que antes no exhibía. Las canas en algunos. La ausencia de cabello en otros. Las arrugas en todos. Esas ojeras, que antes aparecían solo después de noches de desvelo, por trabajo o por fiesta, ahora son parte de nuestra cara. Más de uno tendrá una cicatriz y al mirarla, su mente lo trasladará de inmediato al momento en que apareció.
Al mirarme hace unos días, sin reconocerme del todo, fui pensando en los autos que conduje y en los que no pude tener en mis manos, al menos todavía. Y pensé en la paradoja que es el diseño de los autos, que buscan ser rejuvenecidos más o menos cada cinco años, como si hiciéramos una cirugía plástica cada lustro en ese deseo casi unánime de permanecer, de encontrar esa fuente de la juventud que nos mantenga atractivos, interesantes. O al menos reconocibles.
Autos que se han mantenido en la historia son ejemplos vivos de esa paradoja. El MINI de hoy es el reflejo de muchos. Usa nueva ropa, más cara y brillante que en su juventud, porque finalmente puede pagar por ello. Pero engordó notablemente. Lo hizo tanto que la palabra que dio origen a la marca ya no le queda, como a mí no me quedan los pantalones que usaba en la universidad. El MINI se viste como joven, pero en realidad es un “chavorruco”.
Mustang, alemanes y británicos
El Mustang es otro. Comparen el modelo 2024 contra el primero, de 1964. Los faros ya no son redondos como fueron hasta 1978. Tampoco cuadrados como lo fueron entre finales de los 70 y principios de los 90. Ahora son tres cuadritos de leds debajo de tres tiras, también de leds, todo ubicado dentro de una franja de policarbonato tan delgada como era la cintura del primero de su especie, principalmente si comparada a la actual. La “boca” del nuevo Mustang recibió dosis elevadas de botox. El “pony car” por excelencia es hoy un concepto similar a su antecesor, pero si dentro de él hubiera un alma y esa se mirara en el espejo, probablemente no se reconocería.
Con los alemanes la cosa es todavía más grave. ¿Qué pensaría un majestuoso SL “Pagoda” de los años 60, si al voltear sus ojos a su familia viera un nada elegante EQS, con su boca cerrada al viento y a la imaginación? Seguramente llamaría a un abogado para rehacer su testamento. El problema sería encontrar a alguien digno de portar tan importante y emblemática herencia. Lo mismo pasaría si dijeran a un BMW 507 que en su linaje familiar llegaría un Serie 7 2023, que no por ser estupendo entra en la categoría de agradable a los ojos.
Algunos ingleses la han hecho muy bien. Land Rover ha envejecido con espectacular dignidad. Lo mismo se puede decir de Aston Martin. Jaguar, digamos, encontró en el “cirujano” Ian Callum un mejor médico que los alemanes. Pero Lotus, bueno, esa se volvió la nueva rica en la corona y estéticamente está más para Mr. Bean que para Lady Diana.
Me sigo mirando en el espejo y mi mente deja de divagar en el mundo de los autos para entender a quién mira. Entonces, sonrío para mí mismo y es cuando reconozco en el espejo al niño que le gustan los autos desde que tiene memoria, que aún se emociona com un bonito diseño, con el ruido del V8 de ese nuevo Mustang o con la aceleración que produce ese adolescente llamado Tesla Model S. Sí, soy yo en el espejo. Con arrugas, canas y una cicatriz. Pero la sonrisa, con los incisivos separados de siempre, es la misma “parrilla” de toda la vida. Es la que me hace lo que soy.