Fue en 1998 cuando hice mi primer curso de manejo como periodista de autos. Estábamos en una base aérea en las afueras de Sindelfingen, sede de Mercedes-Benz, que me había invitado para ese curso. En él aprendí muchas cosas, como la posición correcta de sentarse al volante, con la espalda pegada al respaldo, las dos muñecas sobre el volante y los brazos ligeramente doblados.
Aprendí también a siempre mirar al lugar a donde quieres que vaya el auto, no a la salida de la curva, mucho menos al precipicio. Descubrí que era más seguro conducir con los pulgares arriba del volante y no adentro y que si necesitamos frenar en una emergencia, la forma correcta de hacerlo es usando toda la fuerza sobre el pedal, como si lo quisiéramos romper.
Sí, muchos autos tienen hoy tecnología que evita que esto sea necesario, pero los que no cuentan con el Brake Assistant (BA) más vale que pisemos el freno como si nuestra vida dependiera de eso, hasta porque es posible que dependa. La más importante lección de todas, sin embargo, fue conocer al mejor piloto del mundo.
De forma cotidiana vemos en las calles a gente que conduce como si estuvieran en una competencia, como si llegar más rápido a la siguiente esquina o detenerse antes que nadie en el siguiente semáforo, pagara más dinero y generara más prestigio que una victoria de Checo Pérez en la Fórmula 1.
La gran diferencia es que en las carreras de autos los pilotos arriesgan la vida para obtener un trofeo, para conseguir más patrocinadores, para hacer dinero, en pocas palabras. Los “pilotos de calle” solo arriesgan su vida y las de otros por ego, por sentirse más listos que los demás. Ven al resto de nosotros como unos idiotas que estamos al volante con el único propósito de estorbarles el paso.
Competitividad e inteligencia
Puedo entender perfectamente al que ve a un lento adelante de sí y se enoja. Principalmente cuando ese lento conduce de forma inadecuada, cerrando el paso, estacionando donde roba un carril solo porque no quiere orillarse, etcétera. Pero la reacción, tan común en muchos, de la revancha inmediata, de buscar instintivamente “dar una lección” que casi nunca será aprendida, no es algo inteligente. Como tampoco lo es dejarse provocar por el imbécil que trata las calles como pista de carreras, que se pone en doble fila del semáforo para dar la vuelta antes y no esperar un turno más de semáforo en verde, o el que rebasa a todos los que esperan en una fila para de último momento meterse en un espacio en el que no cabría si alguien no lo hubiera dejado pasar. Lo peor es que el gandalla se cree listo, cuando el verdaderamente inteligente es el que le cedió el paso para evitar un problema.
Porque el piloto más rápido del mundo, hoy en día el británico Lewis Hamilton, solo es el mejor porque en su profesión ser el más rápido significa ser el mejor, el más eficiente, el que mejor provecho le saca a su coche y el que de mejor manera toma las curvas y acelera saliendo de ellas. En la vida real ser el mejor piloto no se define por el que llega primero, no es el que presume llegar de la Ciudad de México a Acapulco en menos de 4 horas o de Guadalajara a Puerto Vallarta en menos de 3. El mejor piloto del mundo es el que llega sin accidentes, sin haber puesto en riesgo la vida suya y de los demás. Y esto, por más obvio que siempre haya parecido, también lo aprendí en ese curso de Mercedes-Benz. Porque a veces pensamos saber algo, pero es solo en el momento en el que realmente tomamos consciencia de ello y lo ponemos en práctica, que podemos considerar esa lección aprendida. A partir de entonces, nos resta la eterna vigilancia sobre nosotros mismos para no olvidar ese fundamental aprendizaje.