El primer Alfa Romeo que me llamó la atención fue el Spider 1600 Duetto de 1966. Me encantaba todo en ese auto: la elegancia de sus líneas con el frente y la trasera muy delgadas. La silueta de convertible, los faros guardados en inmensas micas que resaltaban sobre las afiladas defensas cromadas que a la vez enmarcaban su mayor orgullo: la parrilla triangular característica de la marca, el famoso “Scudetto”, ubicado muy abajo en la carrocería. El motor delantero de 1.6 litros mandaba la fuerza a las ruedas traseras, claro.
Y en esa época los 110 caballos de fuerza solo se veían en autos de una categoría superior, a la que pertenecía la marca italiana vencedora de muchos campeonatos de Fórmula 1. Nunca pude conseguir una foto de un Duetto grande lo suficiente para enmarcar y poner en la pared, pero quité la página de una revista donde aparecía y lo puse en el pequeño porta-retrato sobre la mesita de mi cuarto, como si fuera la de un familiar cercano. Un día, con suerte, tal vez pudiera manejar uno. Mientras tanto el pequeño Alfa era mi amigo, uno probablemente más cercano que el Mercedes-Benz SL que por algún motivo me parecía un sueño imposible.
De alguna manera siempre vi los autos como amigos. El primero que tuve fue un VW Passat, que en Brasil era de la categoría del Jetta. Comprado usado, no había sido muy bien tratado antes y por esto nuestra amistad no duró mucho. Luego tuve dos Vochos, uno modelo 81, que funcionaba exclusivamente con etanol y que me robaron un viernes por la noche. Luego un Chevette 86 que vendí antes de venir a México donde encontré el Malibú cupé 1979 de mi esposa, luego cambiado por un Caribe 82. Más tarde vinieron un Cavalier 94, un Topaz 94, un Breeze 95 y un Contour, también 95. El último que compré antes de que un auto particular me estorbara por no tener dónde guardarlo fue un Chevy Joy 1996. Con todos tuve una buena relación y pocos problemas, salvo el Chrysler Breeze (Plymouth, en EUA) con caja manual, cuyo jaloneo nunca pudo ser resuelto.
La esperanza
En 1997 comencé a probar coches y con ello la esperanza de finalmente conocer a mi amigo de infancia en persona. No fue el Duetto, sino el 156 que conduje alrededor de 2003 confirmó que un Alfa es ese amigo divertido, que te pone de buenas con su actitud y hasta te hace sentir guapo. Sin embargo, no siempre estará ahí para ayudarte cuando lo necesitas. Ese mismo 156, que usaba la nada fiable caja Selespeed, cuando me dispuse a subir en él en la siguiente mañana que lo tuve de los tres días de préstamo, me dejó literalmente con la puerta del conductor en la mano al abrirla. La bisagra superior simplemente se había despegado de la carrocería por un mal trabajo de soldadura.
Nunca fui dueño de un Alfa Romeo, al menos no a la fecha, pero no se me han quitado las ganas. Me he enamorado de varios desde el Duetto, como el Giulietta sedán de 1981; el 164 de 1997; el GTV de 1995; el Spider de 1998; el Brera y el 159 de 2006 y el Giulietta actual. Claro que la calidad de la marca mejoró de manera notable, pero un Alfa sigue siendo ese amigo al que buscas cuando quieres divertirte, pasarla bien, no librarte de un problema, porque en ese momento, mejor busca tu Toyota Camry, que no te hará sentirte en la cima del mundo, pero cumplirá el trabajo de llevarte a donde lo necesites, que finalmente es la función básica de un automóvil.
Como el mundo busca más fiabilidad que diversión, en 87 años Toyota ha producido y vendido decenas de veces más que Alfa Romeo, que este mes pasado celebró su aniversario 110. Lo ideal, si no eres Jay Leno o Franky Mostro que pueden tener decenas de autos, es tener un Toyota para hacer la chamba, pero también un Alfa para cuando quieres disfrutar toda la esencia de manejo que puedas. Ya decía el periodista británico Jeremy Clarkson, que ningún amante de los autos puede realmente definirse como tal hasta tener un Alfa. Esa es una firma que aún tengo pendiente.