Uno de los motivos por los que yo compraba la revista Playboy en mi adolescencia en Brasil - no el principal, lo que es obvio- eran las entrevistas, muchas de ellas con grandes personajes estadounidenses. En una de esas entrevistas -y la memoria no me ayuda a recordar el entrevistado- pero sí recuerdo bien que ante la pregunta de “qué era Chrysler”, la respuesta fue: “Chrysler es el refresco de limón en una batalla entre dos refrescos de cola”. Y fue así cómo empecé mi simpatía hacia los Chrysler. Y cuando hablo de Chrysler me refiero a Chrysler y Dodge, que se mezclaban en nuestra mente como si fueran un solo ser, con dos vocaciones: una de lujo y otra deportiva, como el que usa el impecable smoking para la recepción en la noche y la ropa blanca de golf en la mañana.
En Brasil me encantaba el Dart y autos más locales como el Esplanada, basado en un Simca, marca francesa que fue comparada por Chrysler para entrar al país. También me gustaba el Polara, un compacto basado en un Hillman Avenger inglés. Esa Chrysler brasileña fue comprada por Volkswagen, que poco a poco fue encerrando la producción y venta de los Chrysler en territorio brasileño.
Cuando llegué a México en 1990, no tenía condiciones financieras para comprar un auto nuevo pero tan pronto como la tuve, la primera agencia a la que fui era una Chrysler, de donde salí con un Breeze - que en realidad era un Plymouth, o un Stratus con motor de Neon y caja manual- y fui relativamente feliz con él hasta que “se le salió lo Chrysler” y me harté de sus cascabeleos, cambiando por un Ford Contour.
Por supuesto que yo era solo uno de los admiradores de Chrysler. La marca que había hecho autos increíbles como el Airflow de los años 30, de los primeros vehículos diseñados pensando en la aerodinámica, o el majestuoso Imperial, de la misma época, tan exitoso que se convirtió más tarde en una marca.
Iacocca y Marchionne
Pero Chrysler era una empresa diferente también en sus ciclos vitales. Estuvo cerca de la muerte y resurgió algunas veces, al menos dos de ellas de la mano de uno de los ejecutivos más carismáticos de la industria: Lee Iacocca, quien personalmente anunciaba los K cars en TV diciendo: “Si encuentras un auto mejor que este, cómpralo”. Iacocca inventó la miniván en los años 80, un éxito que sigue tan vigente que hoy es el único producto de una marca una vez conocida por su lujo, confort, espacio, incluso opulencia. Cuando GM y Ford, las número 1 y 2 arriba de Chrysler, estaban en mal momento por no tener autos chicos y económicos, en 1991, el desafiante Iacocca renovó la Grand Cherokee y lanzó los inmensos sedanes LH, con los que ganó mucho dinero, mientras sus rivales estaban en números rojos.
Pero la industria pondría a las entonces llamadas Tres Grandes en problemas a finales de esa misma década y Chrysler en particular estaba tan mal, que cuando acudió al Capítulo 11 del código de bancarrota estadounidense, el gobierno de Barack Obama le ofreció dos alternativas: cerrar las puertas o dejarse administrar por la italiana Fiat, con Sergio Marchionne al frente. Así nació FCA, Fiat Chrysler Automobiles. Pero justo ese italiano, que podría parecer el salvador de Chrysler, ayudó a la supervivencia del grupo, pero trató con poca o nula atención justo a las marcas en el nombre de la empresa: Fiat y, principalmente, Chrysler.
Hoy ya con Stellantis y Carlos Tavares al frente, Chrysler, al menos en México, está muerta y enterrada. En Estados Unidos mataron hace unos días al sedán 300, otro éxito de la marca desde que salió en 2005, pero que ya no cabía en el mercado actual, al no recibir actualizaciones. El concepto Airflow, que se suponía llevaría a Chrysler a la era eléctrica, probablemente haya quedado ahí, como concepto. Otro, un supuesto crossover con logotipo Chrysler, del que se rumoró incluso que se fabricaría en México, también está guardado en algún cajón o de plano, en el basurero.
Chrysler necesita otro Lee Iacocca, que la revivió al menos tres veces, pero quiso el destino que una de la más emblemáticamente estadounidense de las marcas de autos, muriera de las manos del italiano Marchionne, con la última pala de cal probablemente puesta por el portugués Tavares, al menos que surja algún milagro que, particularmente, me haría muy feliz.