Para la mayoría de las personas, este será solo un coche usado. Para los que entienden de autos, comprarlo es una locura. Pero para mí, fue una especie de señal. No sé si de la vida misma, de algo casi divino. Me gusta pensar que mi padre, quien nunca me dejó completamente pese a que ya no está con nosotros desde hace ya más de 50 años, fue quien me dijo que lo comprara.
Pocos días después de haberlo comprado, aún no me lo creo. Lo miro en la cochera y pienso que es uno más de los autos de prueba que he tenido desde que empecé en esto, en el ya lejano 1997.
Siempre fui un comprador de coches racional. Desde que pude hacerme de mis propios autos, me hice de lo que me parecía más inteligente, fiable, con buena reventa. Con dos honrosas excepciones, ambas de BMW: un 325 y una X1. Porque el corazón también debe ser atendido, de vez en cuando.
Otra cosa que he hecho en los últimos 25 años, al menos, es comprar siempre autos nuevos. Financieramente no es lo mejor, pero prefiero pagar por mi tranquilidad mental. El hecho es que el mundo de los autos usados se alejó de mi vida de tal forma, que desconozco casi por completo el tema de los talleres, de las refaccionarias y de los mecánicos. Y es un universo no solo extremadamente interesante, sino que, cuando caes en manos honestas -algo cada día más difícil, desafortunadamente- resulta muy agradable para los que amamos a los autos. Ahora todo esto está volviendo a ser parte de mi vida, gracias al nuevo juguete, que me llegó de forma inesperada.
Carly Simon cantó, en los años 70: “Yo no estaba buscando, pero de alguna forma, me encontraste”. Un amigo de mi esposa quería comprar un coche y ella le pasó mi contacto para hacerle la recomendación. Platicamos, le di mi opinión y listo. Pero a los pocos días él me escribió preguntándome si no conocía a alguien interesado en comprar su auto: un Mercedes-Benz SLK 200 modelo 2006. Fue un “flechazo”.
Mi padre y yo
Jamás hubiera considerado un SLK, pero ese, en el estado en que está, por un precio que no me pone en problemas financieros para tenerlo, fue lo que me llevó a considerarlo. Sabía que no había problemas de papeles, por el origen del auto, de un solo dueño y de alguien conocido. Los 36 mil kilómetros en el odómetro parecían reales por el estado de conservación, lo que un escaneo confirmó. Fue solo una cuestión de esperar a que el dueño llegara a Guadalajara y cerrar el trato.
Ahora estoy en la parte divertida de tener un auto viejo, que es hacerlo mejor. Encontrar esas partes que el tiempo se encargó de perder o romper, buscando en internet, preguntando a amigos, viendo que realmente sea del modelo exacto.
Pero para mí, este coche tiene un significado mucho mayor. Mi padre, con quien que tuve la fortuna de tener a mi lado solo hasta que cumplí ocho años de edad, era gran admirador de Mercedes-Benz. Para un trabajador de clase media, o media baja, del nordeste brasileño de los años 60, tener uno era punto menos que imposible. Lo más cerca que llegó fue a un DKW, de origen alemán pero ya hecho en Brasil, en el que un día me sentó en sus piernas, puso mis manos en el volante y me dejó manejar por primera vez en mi vida. Él me dijo un día que el mejor auto del mundo era un Mercedes-Benz. Desafortunadamente, la vida no le alcanzó para darse ese gusto.
Cuando era niño, Pelé vio llorar a su padre cuando Brasil perdió la final del Mundial de 1950, ante Uruguay. El que vendría a ser el mayor jugador de todos los tiempos se le acercó y le dijo que no llorara, que él le iba a traer un Mundial para Brasil. Y conquistó tres. Toda la proporción guardada, siento que hoy le hago algo parecido para mi papá. Y si bien es cierto que jamás me había pasado por la mente que mi primero - tal vez único- Mercedes fuera un SLK, esas primeras veces que en él anduve, siento que tal vez sea mejor así, que en cada vuelta que doy con el coche, en sus dos asientos solo estamos mi padre y yo. Y quien maneja realmente, es él.
Este es tu coche, padre. Te quiero.